lunes, 11 de marzo de 2013

Andersen en Toledo

HANS CHRISTIAN ANDERSEN
VIAJE POR ESPAÑA
Alianza Editorial
Madrid, 2005

Toledo

En el tren de la mañana salimos de Madrid, por la línea de Valencia, camino de Aranjuez, de donde se sale para Toledo. A la luz del día corríamos por la dilatada comarca, cuya fisonomía es mejor que su fama; no hay tanto desierto como dicen: es como un enorme pastizal, pero parte de él está ya bajo cultivo y mucho más va a ser cultivado.

Llegando a Aranjuez, la zona muestra un parecido notable con Dinamarca: hay grandes árboles de tupida fronda y abundante maleza, y un parque cruzado por canales y rodeado de pequeños lagos; lo vimos a la luz de un frío otoño nórdico.

La pequeña y edificada villa, con su palacio, su plaza delante del mismo y su parque, parecía estar falta de gente; todo ello tenía un aspecto agradable, pero solitario y olvidado, como una finca abandonada por sus dueños. Bajo aquellos añosos árboles había paseado Felipe II sus “días dichosos”. Aquí, en la dársena de los pequeños lagos, había tenido Felipe IV su juguete, una diminuta armada.

Saliendo por la vía de hierro de Aranjuez hacia Toledo, en seguida cambia el aspecto del paisaje; diríase que nos habíamos transportado a los alrededores de Roma, pues el amarillento Tajo se asemeja aquí sobremanera al Tíber.

Pasamos corriendo por delante de caseríos solitarios y chozas abandonadas; en cada estación se agrupaba una abigarrada multitud de hombres y mujeres; en los balcones, lindas muchachas de ojos negros saludaban con la cabeza. Al parecer, por todo este tramo del ferrocarril las guardianas eran mujeres, empleadas en esta función. A cada momento veíase una madre, de pie, rodeada de chiquillos que le tiraban de la falda, mientras ella desplegaba la banderilla, blandiéndola en dirección hacia el tren.

Hacia el mediodía arribamos a la estación de Toledo y subimos a un ómnibus. Éste ascendía a paso de caracol por la cuesta, entre rocas desnudas, bordeando unas ruinas, hasta llegar a la para nosotros sorprendentemente pintoresca y caballeresca ciudad de Toledo. Cruzamos el profundo abismo por el puente de Alcántara; en lo más hondo rugía arrolladora el agua amarillenta, moviendo un par de molinos de ladrillo arrimados a la orilla, como si casualmente hubiesen quedado allí encallados tras haber sido arrastrados por un aluvión. En el río se veían ruinas de casas: pisos enteros; la arrolladora corriente de agua penetraba por las abiertas ventanas de abajo, atravesando las habitaciones sin techo. Ante nuestra vista alzábase ya, por encima de la muralla parda y ruinosa, la ciudad misma, recostada contra el monte, coronada por las ruinas del Alcázar, palacio de Carlos III al que los propios españoles prendieron fuego durante la Guerra de la Independencia contra los franceses.

Pasado el puente de Alcántara, al pie de las murallas de la ciudad, dobló el camino, y un nuevo y pintoresco espectáculo fue apareciendo ante nosotros según subíamos. Antiguos conventos, iglesias derruidas, un desierto de piedra, una naturaleza asolada, se extendía a nuestro alrededor. La única señal de vida era una manada de cerdos negros como el carbón, que casualmente bajaba la Tajo para beber o darse un baño; eso ya no lo vimos, porque el camino volvió a dar la vuelta y salimos a una gran terraza con una balaustrada de piedra; y entrando por esa maravilla arquitectónica que es la Puerta del Sol, estábamos en Toledo. La carretera era angosta; la Alameda, estrecha y encajonada; había un par de árboles, bancos de ladrillos y unas cuantas tiendas de lo más modesto; dos soldados y un golfillo constituían todo el tráfico. La carretera era empinada; en seguida tuvimos que parar; era imposible subir más en coche. Nos llevaron el equipaje por un estrecho callejón que ascendía bruscamente y tenía un empedrado infame; de este modo llegamos a la fonda que nos habían recomendado.

En el zaguán nos dieron la bienvenida dos asnos, un par de gallinas y un gallo; una muchacha asomó la cabeza por un ventanuco y salió corriendo. Entonces apareció una señora de aspecto simpático, y su rostro se tornó radiante cuando nosotros le dimos recuerdos de Jacobo Kornerup de Dinamarca. Nuestro compatriota había vivido en esta casa por bastante tiempo y la familia se había encariñado con él.

Nos dieron dos frías habitaciones que comunicaban con un gran cuarto de estar y nos sacaron un brasero; hacía tanto frío que podíamos ver nuestro aliento. Las criadas de la casa entraron en acción: mataron la gallina más vieja, pelaron tres grandes cebollas, agitaron el aceite en la garrafa y nos sirvieron el almuerzo más modesto que hasta entonces habíamos comido en España; pero el sitio era increíblemente barato, estábamos con buena gente y Toledo es una ciudad con muchas cosas que ver.

Fuimos inmediatamente al Alcázar. Wamba, el rey de los godos, fue el primer monarca que aquí se hizo levantar un castillo, que más tarde fue reformado y ampliado por reyes moros y castellanos. A Carlos III debe la grandeza que, todavía, a pesar de su estado ruinoso, sigue asombrándonos. Sótanos abovedados se extienden por debajo del Alcázar y del patio del mismo; ocupan un espacio tan grande, que eran utilizados por varios regimientos a la vez como cuadras de caballos. El patio es un cuadrilátero de grandes dimensiones, rodeado de arcadas apoyadas en gruesas columnas de granito; la arcada del primer piso está intacta, pero en el piso de arriba se conserva sólo una hilera de columnas, los muros desnudos con alféizares sin hojas de ventana y balcones sin antepecho. Unas cuantas cabras brincaban por allí y nos miraban curiosas desde lo alto. Las pesadas escaleras de mármol amenazaban con derrumbarse; todo en el interior era la imagen de la destrucción y del desorden. Tan sólo un ala del Alcázar era aún habitable, en ella se habían acuartelado los soldados; los vimos allí, unos a medio vestir, otros en uniforme completo: pantalones rojos, guerrera marrón y casaca blanca, igual que el uniforme del Regimiento de Córdoba. Un par de ellos se afanaban en la excavación de las instalaciones del jardín, al lado de la terraza que da al puente de Alcántara.

Por este lado, la fachada del Alcázar está mejor conservada, aún se ven estaturas y ornamentos en los diversos pisos; pero no es más que una delgada cáscara detrás de la cual la mano de la destrucción ha dado duros golpes. Desde la terraza se disfruta de la vista sobre las ruinosas murallas de la ciudad hasta el Tajo, enturbiado con los escombros de puentes y edificios allí vertidos; los molinos de agua con sus muros mohosos parecen haber llegado hasta allí arrastrados por la corriente, cuya fuerza arrolladora amenaza con seguir arrastrándolos hacia abajo. Al otro lado del puente de Alcántara se divisan las ruinas de la antigua fortaleza de san Cervantes. Nos contaron que el autor de Don Quijote había perdido aquí su brazo luchando por su patria, pero esto es incorrecto y contradice los hechos históricos.

Pelados bloques de roca parda yacen aquí amontonados en furiosa confusión, como arrancados al terreno por violenta explosión; ningún seísmo podría haberlo hecho saltar de ese modo en pedazos. Una angosta vereda se dibuja ajustándose a la margen del río, ofreciendo una nota pintoresca y variada. Más arriba, pasando de largo los abandonados molinos de agua, la vereda se desvía formando una estrecha cornisa por encima de la corriente arcillosa que cae en cascadas. Tornando a subir por entre las desnudas masas de roca, no se ve ni un árbol, ni un matorral; era como andar por una cantera abandonada. De súbito desaparecieron camino y vereda, no había ni una casa, ni una persona, era un desierto de piedra; no obstante, al otro lado del río se erguía Toledo grandiosa y pintoresca, cual gigantesca ruin coronada por el Alcázar.

Todo el camino desde el puente del Alcántara hasta el de San Martín transcurre entre la mayor soledad y abandono y, al mismo tiempo, sumido en una grandiosidad que embarga y fascina. Ni un alma nos salió al paso durante la larga caminata; ni un pájaro se oyó cantar, o pasó volando. Hasta que no llegamos al puente de San Martín no vimos a nadie; un par de campesinos armados, cabalgando en mulas, descendían lentos por la carretera, que pronto se estrecharía convirtiéndose en sendero de montaña por el que no cabría un carro.

Atravesando el lóbrego arco de la Puerta de san Martín, volvimos a entrar en la ciudad, donde carreteras y senderos que se entrecruzan sobre el terreno montuoso, formado por grava y escombros, conducen a la iglesia de San Juan de los Reyes. De sus muros rojizos penden pesadas cadenas, de las que fueron liberados los cautivos cristianos con la derrota de los moros; en el interior de la iglesia hay numerosos vestigios del pasado. Casi la mitad de altura, de uno de sus pilares que se hallan bajo la bóveda, pende la tribuna en que los Reyes Católicos solían oír misa; en la parte inferior hay una talla de madera del profeta Elías, notable por su ejecución artística; es una verdadera obra de arte, los pliegues de su vestidura están asombrosamente reproducidos, suaves y delicados; la faz del profeta posee una vivacidad maravillosa. Alguien encendió una cerilla y alumbró con ella la boca del profeta, dentro se veían los dientes y la lengua perfectamente tallados.

Pegado a la iglesia está el atrio, que también podría llamarse jardín; había en él numerosos naranjos y rosales floridos, pero ningún surtidor de agua cantarina: las fuentes secas estaban medio llenas de tierra y hojas marchitas; en derredor veíanse trozos de columnas y otros ornamentos, apilados o arrojados en desorden por el suelo; apenas se podía pasar por debajo de los arcos del claustro, tal era la cantidad de cornisas, retablos y torsos que había allí amontonados. Las telarañas colgaban sobre tanta ruina como un crespón de luto.

El mismo desorden y abandono puede observarse en la calle contigua; en grandes trechos no hay portada ni puerta; aquí y allá, en lo más alto, una ventana bien enrejada, solitaria como la de una cárcel. No se veía persona alguna; un estrecho callejón entre grises muros conducía hasta arriba por entre cascotes triturados y umbrías casas abandonadas. Junto a una puerta pequeña y baja había una mujercilla con una gran llave en la mano; nos abrió la puerta de ingreso a un edificio medio oculto entre las ruinas. Entramos y nos hallamos en un precioso zaguán moruno, con ligeros y delicados bajorrelieves de tracería y paredes con cenefas de encaje; el techo recaía sobre columnas de mármol; el suelo era un puro mosaico; pero allí no vivía nadie. Las arañas tejían delante de las puertas sus finas y resistentes telas, por las que tuvimos que abrirnos paso de momento.

Estábamos en el barrio judío, en otro tiempo el más rico de Toledo; los israelitas más pudientes de España vivieron aquí; según la leyenda, fueron ellos quienes edificaron Toledo. Lo que sí es cierto es que los judíos en esta ciudad, por mucho tiempo, disfrutaron más derechos que los judíos de otros lugares; aquí les permitieron construir cuatro sinagogas, modestas, claro, en su exterior, pero por dentro resplandecientes de riqueza y suntuosidad. Todavía existen dos de ellas como iglesias cristianas: Nuestra Señora del Tránsito y santa María la Blanca; la última es la más esplendorosa, un templo de Dios con magnificencia salomónica. En los artísticos arabescos de las paredes, que parecen un bordado en tul, se enredan los signos hebreos; sobre los magníficos capiteles se alzan los arcos de herradura, ligeros y airosos. El templo persiste, pero el pueblo de Israel ha desaparecido de aquí; los edificios de alrededor, en otro tiempo tan bien instalados, yacen en ruinas, y casas trasuntos de barracas los han sustituido. Brillantes lagartijas con dibujos de colorines y oro corren por aquí, entrando y saliendo por las rendijas de este patio tan cargado de recuerdos. Aquí vivieron, practicando su fe y sus costumbres, las gentes de Israel; aquí fueron toleradas por algún tiempo; más llegaron los días de tribulación, fueron insultados, fueron maltratados por los cristianos; por eso se rebelaron contra ellos y los vendieron a los árabes, hecho del que los cristianos se vengaron durante muchas generaciones. ¡De cuánto horror, cuántas lágrimas y cuántos gritos de angustia, ha sido testigo esta tierra!

Entre los montones de ruinas vimos una columna de granito derribada; sobre ella estaba sentado, en medio de aquel desierto, de aquella soledad, un viejo mendigo ciego, envuelto en andrajos; sus facciones eran nobles y el cabello blanco llegábale hasta los hombros; su imagen en aquel lugar me trajo a la memoria un cuadro del profeta Jeremías sobre las ruinas de Jerusalén. Tal vez el viejo habría llegado hasta aquí arriba con la esperanza de que Dios haría una especie de milagro, mandándole a algún caminante que le socorriese con su limosna; el lugar tenía trazas de jamás ser pisado por hombre alguno. Una gran ave de rapiña pasó volando sobre nuestras cabezas, tan sosegadamente como volaría por el desierto.

La hermosa fábrica de Toledo, donde se manufacturan las espadas damasquinadas, los sables y las navajas, no estaba muy lejos: en el campo, en las inmediaciones del Tajo. Desde el puente de San Martín, el camino hasta allí es corto y pasa por más de un lugar histórico. En el agua yacen restos de los viejos muros que un día rodearon la sala de baño, donde se refrescaba Florinda, la hermosa hija del conde Julián, jugando a ser náyade, y donde la sorprendió Don Rodrigo, el rey de los godos. En un islote cercano se erguía su rico castillo: de él queda aún en pie una sola torre; desde esa torre viera el rey a la hermosa joven en el baño. La sedujo, como Don Juan sedujera a “mil y tres”, pero su padre se vengó de la infamia, mandando llamar a los árabes de África para que vencieran a los godos y a su rey.

No conozco nada más solitario que la vieja y ancha carretera que bordea el pie de la muralla de Toledo, ni panorama más desolado que el que desde aquí se contempla. El campo parecía estar de luto; las lejanas y oscuras montañas se alzaban amenazadoras; todo parecía concertado para inspirar gravedad y tristeza. Tuve la sensación de estar contemplando una camilla, sobre la que yacía el cadáver de algún hombre célebre. Las campanas de la torre de la iglesia dieron la única señal de vida; el tañido de las campanas de Toledo eran latidos del corazón, pulso y voz de la ciudad.

Como algo milagroso y fantasmal tañeron en el silencio de la noche las campanas, su sonido profundo y extraño era ronco y escalofriante; me acordé de la campana de muerte de los autos de fe, y tenía la sensación de que por debajo de mi ventana se deslizaban silenciosos fantasmas, la procesión del “Santo Oficio”.

Al nacer el día voltearon las campanas de dos iglesias, vivas y sonoras; repetían claramente un nombre que resultaba conocido a mi oído. Una de las campanas decía: “¡Blanca! ¡Blanca!”, y la otra: “¡Sancho! ¡Sancho!”. Sí, eso, y no otra cosa. ¿A quién querrían recordar las campanas con esos nombres? Nadie sabía decírmelo, en este mundo han acontecido muchas cosas sobre las que no nos habla la historia ni la leyenda. Cavilando acerca de la llamada de las campanas, pareciome oír un eco de cascos de caballo por el empedrado de la calle, como si gallardos y nobles donceles se alejasen a galope sobre fogosos caballos de crines ondeantes y finas y robustas patas. En el taller del herrero resonó el martillo contra el yunque. Unas mujeres muy hermosas salieron al balcón a cantar y a tocar el laúd.

En todo Toledo no hay campana tan grande y extraordinaria como la de la catedral. Dicen que debajo de ella se puede poner cinco zapateros, y estirar su hilo de coser zapatos, sin tocarse el uno al otro. Cuenta la leyenda que el sonido de las campanas llegó al cielo; san Pedro creyó que venía de su iglesia de Roma, pero cuando vio que no era ése el caso, sino que en Toledo estaba la campana más grande de todas, se enfadó y arrojó una de sus llaves contra la campana, rajándola como puede verse todavía. Si yo fuese San Pedro y estuviese del humor que estoy ahora, mejor le tiraría la llave a la cabeza de aquel que yo viese que iba a contar por primera vez semejante historia.

Sin embargo, no puede negarse que la campana de la catedral es la vida de Toledo; y la iglesia en sí, el único sitio adonde puede uno recurrir si quiere ver gente; ni en la calle ni en la Alameda se ve a nadie. Los arquitectos aseguran que la catedral, por su estilo y por su edad, es una de las más notables de España; el Ayuntamiento, que está enfrente, es un edificio bajo y apelmazado, no sé decir a qué estilo pertenece, como no sea al de los muebles cuadrados; parece un baúl con dos cajones, de los cuales el de abajo está sacado para fuera. En la plaza sólo se veía pasar a la gente de camino hacia la iglesia. ¡Qué esplendor y grandiosidad la de allí dentro! La bóveda formada por el follaje de un bosque de piedra se elevaba hacia el cielo; hojas artísticamente esculpidas entrelazábanse en lo alto formando arcos; la luz del día brillaba a través de las vidrieras pintadas con abigarradas imágenes. A los lados del pasillo se sucedían los altares en fila; un grupo de devotos, la mayoría mujeres de mantilla negra, se postraban de rodillas. Vimos cómo hacían una profunda genuflexión y se santiguaban al pasar por delante de lo que, para ojos protestantes como los nuestros, no era más que un común adoquín, aunque estuviese protegido por una fina reja, al lado de un altar. Sobre ese adoquín puso la Virgen María el pie cuando descendió del cielo para que la viesen los cristianos devotos de Toledo; eso dice la leyenda. Alguien tocaba el órgano y sonaban cánticos religiosos mezclados con el tañido de las campanas de la iglesia, mientras avanzábamos lentamente por entre la nube de incienso que colgaba en los pasillos, admirando, detrás de las rejas doradas, las suntuosas capillas con paredes de deslumbrantes colores e imaginería. La luz del día atravesaba las vidrieras policromadas proyectándose sobre los sarcófagos de mármol.

Al salir de allí tocó la gran campana de la iglesia el último toque a fiesta de aquel día; el aire vibró con prolongadas sonoridades, tras las cuales se hizo el más absoluto silencio. La soledad acechaba en la ciudad y su comarca; la vida se desvanecía sumiéndose en el sosegado sueño, propio de los tiempos que se fueron.

Toledo se deja de mala gana. Es triste marcharse pensando que jamás se va a regresar, que no volverá uno a ver el lugar que de extraño modo despertó nuestra simpatía. ¿Acaso volveré a España?
Anexo. Planos de Toledo







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